ENSAYO FILOSÓFICO SOBRE DIARIOS DEL ODIO*
Por Manuel Moyano
...la poesía no
se impone, se expone.
Paul Celan.
Paul Celan.
…a la irrupción
del “cinismo” al nivel de la conciencia política se corresponde la irrupción de
las “estéticas de lo explícito” a nivel de la conciencia estética
contemporánea. En ambos casos, hay una “desnudez” que si antes era una tarea de
la crítica hoy resulta asumida como forma de gobierno.
Luis Ignacio
García, El trono vacío de la imagen. Del montaje a la medialidad.
I. ¿Puede la violencia ser estética?
La pregunta está mal formulada. ¿Cuál es la estética de la violencia, su instante
“artístico”? La pregunta sigue mal. ¿No es toda violencia un acto
subliminalmente estético, un acto que parte y reparte lo sensible según ordenes
desordenantes? ¿No es acaso estético el momento en que el estado de excepción
deviene la regla? Tomemos la imagen más fulminante de la violencia humana del
siglo XX y del estado de excepción hecho la regla de “visibilidad” general: el
hongo de humo y polvo producido por el lanzamiento de la bomba atómica en
Hiroshima.
Decimos “Hiroshima” y
surge, instantáneamente, esa imagen que nos deja mudos y en el estupor,
absortos ante su magnitud donde, paradójicamente, escuchamos, oímos un rugir
tremendo a pesar del silencio. Es solo una imagen muda, la vemos, pero al
hacerlo todo ruge y calla a la vez, todo se llena de ruido y de silencio. La
bomba atómica, el hongo de humo y polvo que fue la distintiva de un método, el
“hombre”, la marca distintiva del método “humanismo” que quiere producir —vaya
aquí su paradoja esencial—, que quiere producir al hombre desde el hombre,
suponiendo entonces que cada hombre es un no-hombre que debe ser humanizado a cualquier precio, esa misma
bomba que quiere fundar al “hombre” es y seguirá siendo, en cada “hombre”, un
hecho estético de primer orden, una “Hiroshima” ante la cual cedemos no solo
política sino también estéticamente. No necesitamos saber nada al respecto, ni
de la segunda guerra mundial ni de Estados Unidos ni de Japón, solo necesitamos
estar ahí, ante el hongo, ante la bomba en nuestra cabeza cada vez que decimos
“Hiroshima”. ¿Y entonces? ¿Y entonces qué le queda al arte, qué le queda a la
política, a la ética desde que el horror puede ser, y lo es, un hecho estético
fundamental? Digámoslo fácil: nos queda Hiroshima,
mon amour. Nos queda la
belleza ungida en los restos del desastre estético, siempre estético. Nos
quedan Alain Resnais y Marguerite Duras, filmando y escribiendo sobre el amor
allí mismo, en medio del desastre de la estética, en el desastre de la estética
encamada con la razón técnica. Digámoslo más fácil: en medio del horror nos
queda el amor, no nos queda otra, mi amor, no nos queda otra. En Hiroshima, mi
amor, solo podemos amarnos para sobrevivir, es la única que nos queda.
II. El 18 de marzo de
2017, el presidente argentino Mauricio Macri sube a su cuenta de Facebook una
imagen similar a la que veríamos desde 1959 con Hiroshima, mon amour, una
imagen de un gesto de amor en medio del horror. El presidente, o más bien esa
función algorítmica llamada “red social” en que ha devenido la investidura
presidencial, decide subir esta imagen en medio del conflicto con los docentes
argentinos quienes, a partir de sus reclamos por mejorar su condición salarial
ante las políticas de ajuste del gobierno y las altísimas tasas de inflación
que han deteriorado su capacidad adquisitiva, decidieron realizar paros y
huelgas para luchar por sus derechos. La decisión presidencial está orquestada
hace rato: es el cinismo en primera persona.
El acto de poner esa imagen, en medio
de una disputa salarial, el acto de ponerla para su circulación masiva en las
redes sociales, para provocar la reacción de las izquierdas, para instaurar en
medio del reclamo y la huelga una posición moral que juzga al “paro” desde su
disposición a “no parar”, abre la moral del gobierno: la culpabilización.
#Yonoparo fue el hashtag para
contrarrestar “ciudadanamente” el paro general llevado a cabo por la CGT el día
8 de abril. #Yonoparo que decía #yoséquetodoestámalperosigo. Y sigo porque hay
que seguir, porque sino a este país no lo levantamos más. Se asume la culpa del
“ser argentino”, pero hay que seguir. ¿Cómo? Acusando la “argentinidad”, la
“avivada criolla”, la vagancia de los otros, los “argentinos”, los
“peronistas”, los “kukas”. #Yonoparo se escribía junto a las selfies que los
empleados se tomaban en ese lugar de trabajo al que quisieran faltar todos los
días, con esos compañeros que no soportan, con ese jefe idiota que los había
pasado a buscar por sus hogares ante la falta de transporte público. #Yonoparo
escribían en las redes, #Yonoparo replicaban los diarios y reproducían las
selfies de los empleados, no los honestos, pues nadie lo es, sino de aquellos
que a pesar de su culpabilidad querían cambiar, que cambiemos, querían que
cambiemos y, como se sabe, el cambio comienza en casa, allí donde nosotros
todos somos culpables, sí, porque incluso también Mauricio es empresario pero
quiere hacer las cosas bien, sí, es millonario pero quiere que cambiemos, es
culpable pero quiere seguir. Las imágenes cínicas son propias del dispositivo
moral con que se nos gobierna. Robar la imagen de Hiroshima y los gestos de
amor tejidos en medio de los restos, robarlas para oponerse al huelguista que
“para”, robarlas para antecederlas de un discurso moral se ensambla, sin
embargo, con aquellas otras imágenes que el gobierno “no para” de
arrojar, las imágenes de la represión. Aclaremos esto: el moralismo
culpabilizante posibilita tanto aquellas imágenes que utilizan las únicas
imágenes dignas de la historia como aquellas del terror. “Algo habrán hecho”,
“algo hacen”, el Indio Solari es el culpable principal. Y así… La culpa es el
dispositivo que permite ser moral y violento a la vez, la culpa es la dimensión
moral de la estética de la violencia.
III. “Hay que ver en el capitalismo
una religión, es decir, el capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de
las mismas preocupaciones, suplicios, inquietudes, a las que daban respuesta
antiguamente las llamadas religiones.” La afirmación corresponde a Walter
Benjamin y entre los varios rasgos con que caracteriza a esta religión, nos
señaló uno que se entronca de lleno con el moralismo macrista que nos gobierna:
que el capitalismo “es, probablemente, el primer caso de un culto no expiante,
sino culpabilizante.” En una palabra, un culto en cuya práctica se produce una
culpabilización imposible de expiar. Y por ello mismo, un culto que no apunta a
la liberación sino a la culpabilización. Habría que decir que el macrismo logra
la síntesis imposible: en la culpabilización encuentra la liberación,
en el odio la emancipación. Combina así dos regímenes de imágenes diversos,
aquellos de la bondad moral y aquellos de la destrucción, el humanismo y la
represión. El rostro humano y la bota militar, los ojos azules y el garrote
policial pueden ir de la mano puesto que en su conjunción producen un efecto
moral-jurídico bien concreto: la culpabilización. Se trata de dos planos
escénicos que se articulan en un mismo efecto moral.
Entendámonos: el macrismo (o bien, el
neoliberalismo) es una máquina bicéfala que se sintetiza estéticamente en la
producción de imágenes contradictorias, aquellas de la buena moral y aquellas
de la violencia. Pero, y aquí va su especificidad, la primera ya no trata de
"ocultar" la segunda como antaño, en una suerte de “doble” moral. El
macrismo es el régimen de la explicitud, el régimen donde la violencia represiva
se convierte en una posición moral. Y si decimos
“explicitud” nos estamos refiriendo a una estética puntual: aquella que
invierte todo su poder en producir imágenes que sepan encontrar un montaje
entre mundos que antes se distanciaban, el mundo de la paz y el mundo de la
guerra. La culpa sella, en una única moral, el régimen de la violencia y del
odio con aquel de la bondad y la paz. El odio aquí está justificado porque
tiene una dimensión pacífica.
¿Y entonces? ¿Qué nos queda cuando
Hiroshima e Hiroshima, mon amour pueden convivir cínicamente
en el azul de dos ojos fotoshopeados? ¿Qué nos queda en el arte, en la
política, en la ética desde que el horror puede ser, y lo es, una
posición moral y bondadosa? Es quizás el peor régimen de todos porque
culpabiliza a tal punto que cualquier resistencia a ese régimen le da fuerzas y
lo abastece. Especifiquemos: si uno se opone a esa política represiva, uno
queda conminado a no ser más que aquel que “para”, que no quiere cambiar, que
no se inscribe en ese cambio que todos necesitamos para ser mejores, entonces
uno tiene que ser reconducido, reprimido, llevado a cambiar, pero no tanto para
lavar las culpas sino para asumirlas, para saberse culpable. Pero, y aquí va lo
esencial,si uno ya es culpable, el otro también lo es, y por eso lo
puedo odiar, porque culpa de él así estamos, vagos que no quieren laburar,
choriplaneros, argentos, negros de mierda y así... Una “cadena de
traducciones”, los poemas del odio… El punto es que a este dispositivo
culpabilizante cualquier resistencia le viene bien, lo abastece así
como cualquier gesto de amor puede serle útil, puesto que le da forma “humana”
a esa culpa. ¿Y entonces? ¿Qué nos queda? ¿Qué le queda al arte, a la política,
a la ética desde que todo lo suyo, sea dulce o violento, desistente o
resistente, es útil para el régimen, es materia prima para su estética?
IV. Dos planos escénicos
componen, y retengamos esta palabra puesto que allí estará todo,
“com-poner”; dos planos componen la indagación escénica de ORGIE en torno
a Diarios del odio, el poemario que Roberto Jacoby y Syd Krochmalny
escribieran interviniendo los comentarios que los lectores de los diarios La
Nación y Clarín dejaban en las notas digitales que ellos publicaban en la
década K. Por un lado, una banda de música pop evangélica, llamada “Los ángeles
de Rawson”, que cantan y recitan casi paródicamente los poemas del odio. Por el
otro, una veintena de cuerpos uniformados en su desnudez, en su corporalidad
sedienta y administrada por un sistema de colores incandescentes: el rojo, el
negro, el gris —y su borroneo por la transpiración. Los “ángeles” cantan
dulcemente el odio, los cuerpos lo padecen. No hay representación (¡gracias!),
sino composición. Cada poema es una hermosa canción, contagiosa,
que invita a bailar mientras recita lo peor. Primera paradoja. Nos endulzamos
en el medio del odio, nos reímos en medio del asco, las leyes de la armonía
musical (¡gran trabajo compositivo de esa banda! Con una hermosa anfitriona,
dulce y femenina, con hermosas voces angelicales acompañando a esa anfitriona,
con hermosas bases y con una guitarra hermosa también, como si el
régimen del odio no fuera sino hermoso), esas leyes apolíneas de la armonía
musical largan lo peor (¿o lo mejor?): el odio hecho poema. Nuevamente, el
régimen de la explicitud: ángeles y demonios en un mismo tono, un mismo ritmo.
Y los cuerpos que se diseminan en el campo de batalla padecen ese mismo tono,
ese mismo ritmo. A pesar de que quizás la lectura que se ha ofrecido en la
sinopsis de la indagación vaya en otro sentido, como también las imágenes que
circularon en su difusión, aquí creemos que ambos planos se componen mutuamente
y no se diferencian en lo más mínimo. Veamos esto.
Los ángeles aparecen vestidos en su
blancura sobre una tarima, los cuerpos ennegrecidos por el barro y enrojecidos
por los golpes y los roces de una desnudez incipiente. Y sin embargo, los
ángeles cantan y alaban el odio mientras los cuerpos se tocan, se encuentran,
se dispersan y reconcentran, dibujan un ritmo, una convivencia, una supervivencia.
Y no solo eso, sino que cada uno de esos cuerpos es un “vecino” invitado por
los ángeles para cantar un poema, para ser partes de la armonía del odio. Los
cuerpos de la batalla se convierten en socios de los ángeles, se coronan
campeones de la armonía y la dulzura, cantan los poemas. Nueva paradoja: la
dualidad escénica se trafica constantemente. Los vecinos que linchan a los
cuerpos y que no son sino esos cuerpos, son los mismos que cantan alegremente
por las mañanas contra los kirchneristas, las madres y las abuelas de Plaza de
Mayo, contra los negros, los chorros, los otros. Entre los soldados y los
ángeles hay un continuo ir y venir —precisamente como en la teología cristiana,
donde los ángeles no son sino los soldados de Dios, sus enviados. El campo de
batalla donde los cuerpos padecen es la continuación del canto angelical por
otros medios. Nuevamente, una com-posición, un poner que
junta dos. Un mismo prefijo, “cum” de com-unidad, extraído del com
de com-poner, un ir mínimo de a dos. Puesto que incluso en el odio el Otro es
necesario, aunque sea para gozar con su rechazo, puesto que incluso el odio
necesita com-unidad, puesto que de allí nace y no se soporta ni siquiera a sí
mismo. Hasta aquí la indagación escénica sobre Diarios del odio no
hace otra cosa sino emular (claro que paródicamente y “críticamente”) la
sociedad macrista: tejer un mismo régimen con imágenes angelicales y bélicas a
la vez, tejer un régimen tan apolíneo como dionisíaco, tan ordenado como
desordenado, otra vez, la excepción hecha regla.
Pero, lo sepa o no, ORGIE realiza un
segundo movimiento mucho más interesante y potente. ORGIE abre, en medio del
campo de batalla y del coro angelical, abre un gesto. ¿Qué es el
gesto? Lo digamos de una: el gesto es el momento singular en que un cuerpo
se ex-pone, es decir, sale fuera de sí y se hace imagen, deja “su”
posición y se de-pone en los otros. ORGIE y su indagación
escénica sobre el odio nos regala, nos dona, imágenes, muchas
imágenes. Momentos de pilas humanas, torres que en su lentitud maravillosa se
sostienen y componen otro tiempo, sistemas de implicación e intensificación de
los cuerpos en el vibrar de los contactos, un conjunto de zapatillas dejadas en
medio del campo de batalla que hacen aparecer los mismos cuerpos
fantasmáticamente, en su ausencia aun cuando estén allí al fondo, en una nueva
pila de cuerpos contorsionados, una nueva composición, un ir y venir de esos
“vecinos” en caminatas mariconas y tremendamente bellas, un contacto, un
tocarse, un padecerse mutuamente que más allá de la violencia, y sin
embargo en medio de ella, abre un devenir, una coreo-a-grafía,
una resonancia donde las voces armonizadas de los ángeles ya no son un simple
“tapar” la guerra sino más bien el motor por el cual los cuerpos se aman, se
vuelven amables, se implican mutuamente, se com-ponen, se armonizan
sin sintetizarse. Una ontología acuática, modulaciones de las intensidades,
composición, formas formantes y deformantes, re-formas y más formas. No se
o-pone aquí, como se suele creer, la fuerza y la forma, el caos y el orden,
sino que ocurren en inmanencia, como en un gesto, una mirada, un instante.
El
campo de batalla ya no se impone, como si viniera una fuerza-forma de fuera, se
ex-pone, se com-pone, se repone y abre posiciones que no tienen moral, que no
son claras, que no son pulcras y “autónomas”, posiciones de cuerpos, cuerpos de
posiciones, con otros, entre otros, y en la batalla, y en el campo de batalla
de repente, en medio del barro de repente crecen flores, cuerpos como flores,
maricones, femeninos y bellos, y entre los uniformados de repente crecen
singulares, rostros sin marketing, y entre los odios crecen amores.
Los cuerpos se ex-ponen, se desprenden de sí, se desprenden de la masa y se
forman grumos, pequeños grumos que ralentifican la velocidad de las redes, que
muestran un pie, un torso, una dentadura en medio del campo, en medio de la
batalla, en medio de la caída. Y si, como escribió Lucas Condró, “en medio de
la caída está la danza”, entonces, entonces lo que le queda al arte, a la
política, a la ética es la exigencia de convertir la guerra en una danza,
convertir el cuerpo en un gesto, ejercer en medio de la violencia una
com-posición de cuerpos ex-puestos, es decir, lo que queda en medio de la
estética de la violencia, lo que todavía nos queda es abrir imágenes —y
así, imaginaciones. Y entonces, si la estética es el modo en que la
violencia se impone, la imagen gestual será el modo en que ella se depone y
expone, el modo en que se vuelve amable. Solo así podrá pensarse un
cuidado de los cuerpos, un momento en que decimos “PAREMOS”, nos estamos
matando, necesitamos cuidarnos, necesitamos componer algo que no sea puro golpe
y patada, pura o-posición. En eso se precisa, a nuestro entender, la potencia
de ORGIE: en haberse percatado que debían cuidarse, en haberse implicado en
convertir los golpes y las patadas en gestos, en exposiciones de cuerpos, en
imágenes. No nos queda otra, mi amor.
La estética de la violencia, con su
doble faz, humana y terrorífica, explícitamente humana e inhumana a la vez,
cínica, nos quiere siempre en el lugar de la o-posición, de la
contra-violencia, en el golpe y la patada para ejercerse de allí, para que
nuestra resistencia sea su input. En medio de esa demanda de odio, suya tan
suya, son los gestos, las exposiciones de los cuerpos —sus imágenes— las que
pueden com-poner-se en una comunidad ya no de culpables ni culpabilizantes sino
de inocentes. Pero, una vez más, no se trata de oponer la inocencia a la culpa,
sino más bien de componerla en medio de ella, hacer crecer la flor azul en
medio del campo y sus restos. Otra vez, Hiroshima, mon amour.Puesto
que sí, podrán robarnos los gestos y entretejerlos con sus garrotes y botas militares
y convertir así las víctimas en victimarios, pero no van a poder jamás
exponerse y deponerse en una composición gestual.
Última disquisición: esto implicará, entonces, asumir que el “vitalismo” nunca podrá ser constituyente, “autónomo” (donde el elemento “nómico” como “fundación” jamás es puesto en duda), sino puramente gestual, imaginación, amor que no es ni fálico ni contra-fálico, vitalismo de la exposición. Entonces, ¿no habría que tamizar la posición autonomista imperativa, incluso del “ORGÍE”, y com-poner-se más bien en un gesto que se diluye entre las posiciones hasta diluirlas a ellas en una orgía sin reinas pero también sin colmenas?

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