ARTÍCULO
Por Pedro Yagüe
I.
Leónidas
Lamborghini decía que el poeta, a diferencia del teórico, no explica la vida:
la da. Entrega su lenguaje como una solución. El poeta escribe y, en su
inquietud, desorganiza el sentido de una época. Encuentra una voz, una nueva presencia
en el presente. Por eso su escritura se elabora siempre contra la época y para
un tiempo. El poema hace oír lo que no se sabe que se oye, hace sentir lo que
no se sabe que se siente. Suspira la época para ventilarla. Y, al hacerlo, hace
suya la operación Lamborghini: asimila la distorsión y la devuelve
multiplicada.
Por
eso le escapa a los consensos. Porque en ellos no se encuentra. No se escucha. El
poeta escribe para no ser escrito, vuelca su experiencia contrayéndose todo
para dar lugar a lo nuevo. Hace del lenguaje una vida, de la vida un lenguaje. El
sujeto del poema no sabe lo que puede hasta que lo dice. No sabe lo que dice
hasta que lo siente. Inventa una manera de ser. Es una vida que se convierte,
sin coartadas ni silogismos, en su propia imagen del mundo.
Aparece
el descolocado:
En
vez
tú
no tienes voz propia
ni
virtud
dijo
y
escribes sólo para.
yo
quise decirle mentira mentira
para
purificarme
Hay
poema en la prosa, en el ensayo, en el verso. En la voz, en el pensamiento. De
allí el enojo de Gombrowicz: el poema nada tiene que ver con el mundillo de los
poetas. Nada más lejano a la solemnidad adormecedora que deambula triunfal por los
espacios de la cultura. Hay que liberarse del círculo especializado. De su
ritual, de su falsedad, de su religiosidad. Hay que liberarse de toda
complicidad con lo bello. Porque lo bello es un altar frente al que los hombres
se arrodillan. Y la solemnidad sofoca al poema.
El
descolocado exige:
habla
di
tu palabra
si
eres poeta
“eso”
será
poesía
que
tu palabra
sea
irrupción
de
lo espontáneo
que
lo que digas
diga
tu existencia
antes
que “tu poesía”
III.
El sujeto es la modernidad.
Lo dice Meschonnic. Pero este “es” no remite a una definición sino a una
interacción. Modernidad no es un término cronológico: es la invención de una
vida, de un pensamiento. Es la apertura de un horizonte donde el sujeto se
produce y se encuentra. Homero y Virgilio son más modernos que Mario Caimi.
La
postmodernidad tampoco remite a una cronología, sino a una época. Es una
reacción histórica contra lo moderno, contra el sujeto del poema. Modernidad y
posmodernidad no son asuntos del tiempo: son operaciones en las que un cuerpo
se pone en juego. Por eso, dice Meschonnic, lo posmoderno es el academicismo. La oposición más pertinente no es la que
opone lo moderno a lo clásico, sino aquella que opone lo moderno a lo
académico, y lo académico nunca es otra cosa que una caricaturización. Por
eso podemos decir: la palabra muda de la academia es lo otro del poema. Es la
razón que naufraga entre las ideas sin saber de dónde viene ni hacia dónde va. Sin
tampoco saber, claro está, qué es lo que hace en el lenguaje. Es el juego de
composición, descomposición y recomposición de conceptos. La exégesis como
coartada para la ausencia de una voz.
La
posmodernidad es academicista y el academicismo es la perseverancia en el
silencio. Es la comparación y la comparación, la explicación, la interpretación,
el ventrilocuismo, el aburrimiento llevado hasta el extremo. Es la voz muerta,
congelada en un pasado que se disfraza de presente. Y donde nada se pone en
juego. A lo sumo un cargo, una renta. Por eso la rosca: porque a nadie le
importa lo que se diga. No interesa. La posmodernidad es el paper que se llama pensamiento, el
autismo que se llama discusión: el vacío total de la misa académica.
El
poema es otra cosa. Descubre una coherencia que el presente desconoce, elabora una
vida contra la época. Por eso, dice Meschonnic, el poeta es un extranjero en el tiempo. Se prolonga en las
palabras y abre un espacio de experiencia pensable y de lenguaje posible. Meschonnic
habla de sujetos del poema, de aquellos que han logrado hacer de su malestar el
camino hacia una voz. El ejemplo lo encuentra en Spinoza y Humboldt. Yo lo veo
en dos leones: Rozitchner y Lamborghini.
Decir
“Spinoza poema” es el anuncio de un combate. Meschonnic quiere rescatarlo de
aquello en lo que el academicismo lo ha convertido: un capítulo más de la
vulgata deleuziana. De tanto escribir, de tanto citar, de tanto explicar, quedó
tapada la pregunta por el poema. Aquella en la que tanto insiste Meschonnic:
¿qué es lo que puede un cuerpo en el lenguaje?
La
postmodernidad se encuentra encerrada en un pasado caricatural. No puede estar
en el presente. Si lo hiciera se perdería. No sabría qué comparar, qué definir.
Por eso vive en el pasado. Pero lo hace según la forma en que nuestra época lo
dicta: con los ojos puestos en la cultura francesa. Se llena el presente con el
pretérito, se llena la vida con los espectros. A Lamborghini se lo lee con
Derrida y dan ganas de llorar. Deconstrucción, rizoma, capital simbólico, micropolítica,
dispositivo: todo se ha vuelto vulgata en la academia argentina. A nuestra
lectura de Francia le sobra la F.
Pasa
con los doctores lo que Rozitchner decía sobre un amigo: saben tanto que no
pueden decir nada. Y como no dicen nada, explican, desarrollan, comparan y
definen. Y como sólo explican, desarrollan, comparan y definen, nunca dicen
nada. ¡Y no se aburren! Es admirable.
Recuerda
el descolocado:
y
el suplicio
era
esto:
AQUÍ
HAY QUE
ENTENDER
IV.
No
hace falta estar en la academia para ser academicista. Osvaldo Quiroga, por
ejemplo: una especie de apologista de la lectura que da cátedra en Canal 7. Un
tipo insoportable. Barrett decía que la diferencia entre un imbécil instruido y
uno ignorante es que el primero presenta una imbecilidad mucho más variada.
Esta especie de versatilidad es lo único que distingue a Quiroga de la
televisión.
A
la atmósfera de solemnidad que organiza nuestro mundillo cultural habría que
oponerle lo que Leónidas Lamborghini llamó culturra. Es la risa que desconfía
de esta farsa. Que se burla de los templos culturales y los desautoriza. Hay
que tomar distancia, mirarlos de lejos y reír a carcajadas. Derribar con una mueca
la parafernalia cultural de nuestro tiempo: sus templos, sus rituales
cotidianos. Es la risa demoledora del poeta.
¿Dónde
encontrar un poema? ¿Dónde encontrar pensamiento? No parece fácil. Carta
Abierta supo romper con el supuesto antagonismo entre la reflexión sofisticada
y lo popular. No fue ni uno ni lo otro. Del gesto inventivo de Contorno, allá
por los años cincuenta, sólo queda una triste parodia. Otra vez el olor rancio
de la emulación. No hay nada peor que el dramatismo fingido. El Ojo Mocho quedó
ciego y Mancilla, más que una revista, parece un club de halagadores. Falta
combate. Es la repetición y la repetición de lo mismo. ¿Terranova y sus amigos?
Fogwillcitos autocomplacientes que se divierten con su integrismo. Tampoco hay
nada. Schwarzböck quiere pensar los espantos pero está demasiado metida en su
tiempo: confunde la estética como indagación para pensar la derrota con la política
reducida a la estética como consecuencia de la derrota. Falta lo obvio, falta
la historia: la intensificación de la lucha de clases y su relación con la
violencia. De allí el festejo de su salón literario. Le pasa a la cultura lo
que le pasa a los varones: el problema no es envejecer, sino la decadencia de
maquillar lo inevitable.
La
singularización de una obra es la distancia de un tiempo, de una generación.
Singularizarse, muchas veces, es estar solo. Y en la cultura nadie quiere estar
solo. Por eso están en la cultura. Es difícil encontrar una discusión real, un
pensamiento que se haga voz en la crítica: ni en la polémica ni en la
celebración. Nuestros textos, nuestros libros, quedan generalmente encerrados
en el autismo del grupo de amigos. Entonces se habla, se escribe, para aquellos
con los que uno, ya sabe, va a coincidir. ¿Hay algo más aburrido que la
presentación de un libro?
Nuestra
cultura es un simulacro. Pero lo que más preocupa no es su falsedad, su
impostura, sino su complicidad con la política: cambia las palabras para hacer
creer que se las cosas cambian. Entonces aparecen las jornadas, las
conmemoraciones, las ferias y las noches: la del libro, la del cine, la de los
museos, la de la filosofía. Los cultores de la cultura son Ceos camuflados,
directores ejecutivos del maquillaje urbano.
Y
el descolocado canta:
Una
primavera me sorprende
y
el mover de este pueblo.
El
ruido se hizo carne y habitó entre nosotros:
Yo,
el ubicuo gerente
devine
popular:
coordino
y distribuyo los trabajos
tomo y obligo.
V.
El
poeta no pide permiso. No lo necesita. Ni de la cultura ni de la academia. No
se inscribe en una tradición, no le interesa el antecedente. Escribe para
buscar un límite. Uno del que ya no pueda volver. Ése es su horizonte. Ése es
el poema.
Se
trata de inventar una relación, una vida que se vuelque contra uno y contra el
mundo. Conquistar un espacio del que ya no se pueda volver. El poeta avanza
dando golpes con su voz, abriéndose entre la época y sus funcionarios. Sabotea
con su aliento el minucioso trabajo de los administradores de la palabra. Por
eso, dice Meschonnic, en la poesía
siempre hay guerra. Afirmación que hoy se nos revela sintomática: el estado
de la cultura es la pacificación. El onanismo del grupo de amigos. Y detrás de
toda paz, como siempre, está el temor. A la soledad, al ridículo, al desliz.
Miedo al riesgo que implica una voz. La propia. Entonces se toma una decisión:
se elige la pertenencia a un grupo, se habla con voz ajena, se elude la guerra.
Y así se puede dormir tranquilo.
Pero
el precio es alto. Se ve en el día a día, en cada ceremonia, en cada libro
nuevo que aparece. Tenemos una cultura que no habla, que a nadie importa, que a
nadie interpela. Cultura y academia se dan la mano. La pregunta por el poema
desaparece. Y ya nadie puede nada en el lenguaje.
Descoloca
el descolocado:
lo
podrido
está
podrido
lo
enfermo
está
enfermo
no
digo
no
quedar
en la puteada
gritó
el
que estaba desde la.
pero
sí
que
hay que acabar
con
el miedo
a
pegar el cascotazo
dijo
pegando el.
lanzando
un.
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