ENSAYO
Por Silvio Lang
A Alain Badiou.
Muerte
y transfiguración del director
Luego del vacío que el mundo le hizo a Dios, de que la
política le marcara la cancha al Estado, de la escabullida femenina al cuento
del macho, y de la caída de careta de las democracias parlamentarias: sin embargo, hay directores. ¿Qué es un
director escénico después de estas catástrofes mundiales? ¿Cuál es su lugar en
las configuraciones escénicas del siglo XXI?
La experiencia de la incertidumbre se ha inscripto en
nuestras pulsaciones. Lo que hace agua es la manía totalizadora. No todo lo que
hay en escena pertenece al escenario. Hay partes de la puesta en escena fuera
de programación. Lo que casi ni cuenta, o tiene una intensidad menor, puede
darle un revés a la situación. Si hay un
desfasaje en la ficción preestablecida es factible que suceda cualquier
cosa. Lo “cualquiera”, entonces comienza
a ser tomado en consideración para la puesta en escena.
El hecho de tener que estar en posición de organizar lo
inminente nos desafía a repensar el “campo de ensayo crítico”[1].
Los recursos de análisis y composición de nuestras puestas en escena tendrán
que actualizarse y reformularse cada vez. En cada obra. Una por una. Los
recursos usados en la obra anterior, en la siguiente, probablemente, ya no sean
adecuados y haya que prescindir de ellos o reformularlos.
Sin embargo, hay organización -junturas, duraciones,
recurrencias, etc.- y el pensamiento
crítico se hace practicable. Ya no como juicio de valor, sino como reconocimiento
de las condiciones que abren la
experiencia a lo que en ella puede advenir. La puesta en escena es una apuesta del pensamiento que, en su
ignorancia de lo inminente, expone la catástrofe
de lo ya sabido. Y es, entonces, que arriesga
nuevas ideas materiales.
La catástrofe aquí
hay que entenderla como en el antiguo teatro griego, tanto para la comedia como
para la tragedia, con el signo de un “golpe teatral” del azar al relato, que
cambia el curso de la acción dramática y afirma un desenlace inesperado. Allí donde no se sabe muy bien qué pasó, se
inventa lo que puede ser. Este trabajo de nombrar el porvenir, el surgimiento
de una posibilidad y la verificación de sus consecuencias, es el ejercicio estético
de la invención. La dirección es una pasión literaria que hace existir la experiencia del surgimiento de un mundo
en el impasse de la escena.
Dirigir
el azar
Dirigir es hilván-acción
de las consecuencias que desenlaza lo que irrumpe y rasga lo establecido de
una escena. Hasta el día de hoy se cree que dirigir es reproducir un suceso con
agonistas y extras que tienen que representarlo una y otra vez con el costo de
liquidar la experiencia; los modos de
sentir y pensar que en ella se arriesgan cada vez. Toda una (anti)política de privar
a la escena de sus (in)surgencias. Pero no, ninguna puesta abolirá jamás el
azar. Como tampoco hay teoría sin alguna incoherencia, ni ficción social que
dure, ni verdad existencial que no se sature y haya que reinventarlas.
Dirigir es asistir la escena en su experiencia: hacerse visible y testimoniar hechos transformadores. Habría que reducir al mínimo esas maniobras de los constructivistas puritanos de la escena que hacen que todo siga igual mediante guiones de acciones compulsivas, marcaciones obsesivas, intencionalidades perversas, mesas de lecturas depresivas, memorias emotivas anestesiantes y toda una sarta de artimañas psico-profilácticas de la experiencia, que funcionan como prótesis de los furores del cuerpo. (A más de un siglo de Artaud estas pestes se siguen encubando como zombis en las “nuevas dramaturgias”…). O peor, canallas que maldicen el teatro y parodian a los impedidos del mundo hiper-consumista que como idiotas sociales restauran.
La experiencia de la escena se la encuentra en aquél elemento que no se sabe si pertenece o no a ella pero se hace visible: un accidente sin precedentes, una emoción experimental, un pensamiento fugaz y novísimo, un momento inesperado y azaroso. En fin, lo que se tilda muchas veces de una equivocación de los actores. Un sentido que se gesta en lo que irrumpe como un fuera-de-sentido. Donde hay una equivocación existe la posibilidad de una evocación de otra cosa. Advenimiento que marca la fecha de vencimiento de lo que ya es.
La dirección no se dirige a una situación: apunta al azar de los encuentros que ponen en peligro la situación. ¿En peligro de qué? De participar de otra escena. Hacer consistir un mundo allí, en la escena rota, es una labor de ficcionalización.
La dirección es la intervención decidida de una verdad acaecida. Allí donde hago consistir un mundo –el sentido abierto de un mundo- compongo una verdad en escena. “Una verdad se inventa/con suma precisión/ y la labor inmensa de la imaginación”, canta Juana Molina. ¿Pero qué es aquí una verdad? Es la intervención del pensamiento ante un hecho –una catástrofe- que cambia la historia de un mundo.
Pensar
la catástrofe
Como el azar existe cualquier
pretensión de guión será siempre inconsistente. Sólo el pensamiento como
intervención de una verdad localiza
el aguijón de una catástrofe del azar
que fuerza el cambio de un mundo:
El pensamiento palpa el mundo
como
un tacto suplente.
O
tal vez, titular.
Las
cosas se tocan recién cuando se piensan.
Pensar
el mundo es alcanzarlo.[2]
Trabajo hercúleo del pensamiento por una nueva commedia. No un pensamiento que establezca juicios, sino que considere las posibilidades de cambio que se juegan en una situación que nos resulta saturante. Para ello, el pensamiento se vale de condiciones. Son, ni más ni menos, que los materiales y sentidos con los que trabajaremos para forzar el deseo de otra escena. Hay deseo cuando en una situación que está saturada para nosotros hay algo que la excede. Allí donde discernimos ese punto de exceso que no sabemos muy bien qué es, pero que nos conmociona, habría que escuchar la solicitación a pensar y actuar de una manera inédita. El exceso nos fuerza a decidir las condiciones para pensarlo
En el teatro, las condiciones podrían ser lo que en la antigua commedia dell’arte italiana se presentaba como un fondo limitado de figuras -personajes tipos- y situaciones para que los actores y las actrices improvisen a partir del encuentro con cada público. En una indagación escénica contemporánea las condiciones para desatar los efectos de una catástrofe teatral (in)forman usos del lenguaje (nuevos discursos y sentidos), y usos del cuerpo (nuevas éticas y afectividades). Es así como las condiciones que establecemos para cada indagación son informaciones que generan diferencias y hacen posible una manera singular de hacerse visible y de testimoniar.
La creación de una obra escénica tiene que ver con elegir las condiciones adecuadas que hacen posible pensar los efectos de determinada experiencia sensible y transformadora. Las significaciones que se elaboran surgen de asociaciones inéditas entre las informaciones que movilizan tales condiciones. Hacer/ver una obra, es un trabajo corporal del pensamiento. De lo que moviliza al pensamiento. Como mínimo, la fuerza genérica de nombrar una escena que nos fija e invisibiliza nuestra emoción in(surgente) de un pensamiento es una acción de sabotaje.
Establecer las condiciones[3] será organizarse para hacer efectivo ese pensamiento novísimo. Sin condiciones de pensamiento no hay manera de efectivizar el cambio y reinventar la experiencia. El pensamiento no es tanto una reproducción de saberes sino una irrupción diciente del cuerpo. Hay una experiencia en el cuerpo, un acontecer que me hace hablar así. Cada cual habla desde su pasión. Ningún ser hablante puede escindirse totalmente de su núcleo subjetivo de afectividad. Escindir el pensamiento del propio padecimiento es institucionalizar la desdicha; higienizar de emoción y significado nuestras palabras y nuestras historias. Sería una ética puritana que acarrea una política imperialista.
Sin embargo, verbalizar lo que acontece a mi cuerpo implica una violencia y una apuesta casi extremas. Porque pensar implica romper con los saberes que uno ni sabe que le obstruyen lo que puede pensar y sentir. ¿Qué es lo que impide pensar y experimentar afecciones e ideas inéditas? León Rozitchner, el filósofo argentino, en una entrevista, aún inédita, que le hice hace unos años, me dijo:
Cuando escribís en serio sentís que estas rompiendo un límite en lo autorizado a ser pensado. Entonces para poder escribir en serio hay que atravesar la angustia y sentir un placer nuevo que te lleva más lejos. Cuando sentís que la inquietud te sobrecoge, entonces te das cuenta que estás pensando, porque estás contrariando los límites que el lenguaje le ha impuesto al cuerpo para pensar lo autorizado.
Y sí, uno no sabe lo que realmente puede pensar salvo
que escriba o se convierta en espectador de su propia historia, de lo que hace.
Narrar te pone fuera de vos y te evidencia lo que concretamente estás haciendo
y balbuceando. Deja, además, vía libre a
lo que podrías hacer y pensar aún. Inventar una frase que te permita hacer las
cosas de otro modo, que te empuje a un acto de éxodo de las estéticas
derrotistas y melancólicas actuales, y reconquiste tu núcleo afectivo y
pensante expropiado por la ortodoxia es desplegar una economía teatral de la dicha. Es considerar, a su vez, a la actuación como
un testimonio de la experiencia y
como acto de pensamiento. Desde ahí,
que me atrevo a renombrar a la práctica escénica como commedia del pensamiento:
Cuando comencé a pensar
no sospeché que empezaba
a nadar en alta mar[4].
Hacer
obra
Para los creadores escénicos, nuestra barca es el espacio
y el tiempo que abrimos en los ensayos cada vez y reiteradamente. Desde allí se
emprende la odisea intelectual de la (re)invención escénica. El ensayo no hace
la obra. El ensayo, más bien, cristaliza las junturas del sistema que sostiene
a la obra. Discernir, acoplar, ordenar informaciones en torno a una zona
sensible e indeterminada de exploración abierta por una catástrofe teatral es la labor del ensayo. La obra es materia más
sutil. Es un punto máximo de experiencia de significación que acontece en cada
cual, tanto artistas como espectadores.
La obra escénica no está en ninguna parte en especial: está repartida en la subjetividad de los que la hacen/la ven. Lo que hay de tangible en la producción de una obra es un sistema de condiciones que hace posible que la obra acontezca en la subjetividad de los cuerpos de los espectadores y los artistas. La obra es un momento puntual de la experiencia subjetiva de la catástrofe que pone a trabajar esas condiciones de creación.
Ahora bien, ¿con que condiciones es posible subvertir las escenas preestablecidas? Y, ¿con qué condiciones, es preciso, circunscribir la zona de exploración para que algo impensado brote desde allí? En principio, con condiciones que no garantizan nada. Con ellas, se traza, en la situación de un mundo escénico, un trayecto de influencia asociado a la catástrofe que desató el deseo de hacer una obra.
En los ensayos, entre las personas implicadas, habrá “pequeñas” catástrofes que se las puede asumir como repercusiones de lo que la “gran” catástrofe hace resonar en cada cual y el colectivo. Asumir las consecuencias de las unas y la otra es parte de la odisea. Incluso, habrá que forzar, en cada ensayo, en cada presentación pública, el surgimiento de esa otra escena en la sismografía –los movimientos interiores- de la escena. Cada (re)iteración desencadena efectos, desplazamientos tectónicos del pensamiento y la afectividad de los cuerpos que hay que conectar a la zona de indagación que zanjó la catástrofe. De ahí que el director se convierta en un militante de lo posible en lo imposible de la catástrofe.[5].
Hablar
otra lengua
Pero, ¿cómo desplazar al director del discurso del Amo?
Hablando, ensayando otra lengua.
Extrañándose de sí y nombrando el tiempo sensible. El director no es el garante de la obra ni el oligarca del
sentido. No conquista la escena, no la imagina como utopía; no la concibe como
meta. En fin, no apresa la presa: evoca su fuga y, con ella, la posibilidad de
cambio. El director, fuerza el deseo de
otra escena.
La condición de otra
lengua en el ámbito de los ensayos y en las dramaturgias que se proponen ha
sido y es para mí una condición urgente -al menos para mi amor al teatro, para
mi militancia. La (re)invención de la lengua no es patrimonio del director ni
del autor. Es la decisión de cualquiera de hablar y pensar las cosas de otra
manera a partir del shock que causa el azar de los encuentros. La posibilidad
de la (re)invención del propio decir te (re)envía
a un acto que (re)escribe tu escena y
hace visible otro ahora. Para mí, es
una cuestión impostergable del trabajo escénico que no dista mucho de la novela
que cada cual se hace de su vida y su contexto[6].
Dar cuenta de esos (des)encuentros
en la escena implica una experiencia
diagonal y vertiginosa. Nombrar el tiempo sensible nos implica en un idiolecto que se cuece en nuestra lengua
materna. Extraer las informaciones que acarrea la experiencia y desplegar sus efectos nos arroja a nuestra propia antropogénesis
-aquel tiempo de infancia en que deglutíamos palabras del contexto como
animales, sin saber sus significados, mediante repeticiones, memorizaciones,
comparaciones, disociaciones. Devenir infantes nos pone en cierta situación de
vulnerabilidad. No sólo por el no-saber que implica, sino porque inventar otra
manera de decir con la lengua materna es, al mismo tiempo, traicionar a la
madre.
En esta aventura, el director es como el monstruo
ciclópeo de un sólo ojo. Pero con el ojo herido. Por vigilante, Ulises, le
clavó una lanza en su pupila unívoca. Cíclope, destronado de la “mirada de
príncipe”, el director del siglo XXI, ya no ve la “totalidad” de la escena. Su
valor, en todo caso, es su disidencia. La pupila astillada del director entrevé
la escena en una diagonal. Y el actor está como Ulises frente al
Cíclope diciéndole llamarse “Nadie. Mientras tanto, la herida en el ojo del
director, es una apertura por donde el azar se cuela en la escena y la prepara
para los encuentros con los anónimos públicos porvenir. El actor asume que el director no tiene la
respuesta final. Con lo cual, la puesta en escena se reescribe entre más de uno
desde los desechos de la caída de las certidumbres.
Si el director no es el conductivista ni el
constructivista de la escena, sino el que puede esperar su devenir, sostenerlo
en su mirada y evocarlo, su decir es un acto resonante. La pragmática de la
dirección es una enunciación sin enunciado: una palabra suspendida que pide al
actor que la prolongue; que asuma su enunciado artístico como un acto propio; y se haga responsable en
ese trenzado de resonancias y repercusiones. El actor interviene en la
dirección decidiendo un acto que
cambia la dramaturgia de un mundo. Mientras, el director balbucea en su
soliloquio: “Me siento herido, doblado, como un gigante sin reino”[7].
* Una primera versión
de este texto fue escrita para el 1° Encuentro de Investigadores en Danza y
Performance, organizado por el Grupo de Estudio sobre el Cuerpo de la
Universidad Nacional de La Plata, el 7 de diciembre de 2010, bajo el título “El lugar del director y la función de la
dirección en la era de la conectividad”. Luego, otra versión más breve,
fue publicada, por primera vez, en Deodoro
N°8, gaceta de cultura y crítica, de
la Universidad Nacional de Córdoba, junio 2011, bajo el título “El futuro de
los directores del mundo”. Luego, una tercera versión más corta aún se publicó
en la revista Crisis N°5 (Argentina),
junio 2011, bajo el título “Los directores futuros”. Publicado luego en la
compilación del Grupo de Investigación en Artes Escénicas de Córdoba, Ensayos. Teoría y práctica del acontecimiento
escénico, comp., Argüello Pitt, Cipriano, Córdoba, Alción y
Documenta/Escénicas, 2013, en una cuarta versión de este texto que no cesa de no escribirse. Foto de Alfredo Srur, durante la presentación del semimontaje de la pieza teatral Las calabazas, de Badiou, dirigido por Lang, con el mismísimo Badiou de actor, en el rol de Bertold Brecht, en el Teatro Tornavía del Campus Miguelete de la UNSAM, 11 de mayo 2012.
[1] Esta es una noción operativa del director y pensador
teatral argentino Alberto Ure, Sacate la
careta. Ensayos sobre teatro, política y cultura, Buenos Aires, Ed. Norma,
2003.
[2] Juarroz, Roberto, Poesía
vertical (Antología), Buenos Aires, Visor, 2008.
[3] Las
condiciones son “los elementos, pero vueltos
a nombrar en su tensión, su prescripción, su dificultad”. Badiou, Alain,
Rapsodia por el teatro, Málaga,
Ágora, 1994.
[4] Martínez Estrada, Ezequiel, Coplas de ciego y Otras coplas de ciego,
Buenos Aires, Sur, 1968.
[5] Alain Badiou me ayuda a pensar esto. Como me ha ayudado a repensar y
reinventar mi causa teatral.
[6] Aunque
arrojar otros relatos, otras dramaturgias, a la época implica un pensamiento
político que los teatristas de hoy reniegan.
[7] Palabras de la voz de
Rudy luego de la muerte de su padre, en la pequeña novela Kadish, de Graciela Safranchik, Rosario, Bajo la luna nueva, 1993.

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